Silvia Román
Diario El Mundo

MADRID.- La primavera de 2000, Zhao Ming, un joven estudiante chino, viajó a Beijing desde Irlanda, donde cursaba sus estudios, para ver a su familia y amigos. Tardaría dos años en regresar. El motivo: manifestar sin reparos su apoyo a las enseñanzas del Falun Gong, calificado por el Gobierno chino de "secta diabólica".

El Falun Dafa, más conocido como Falun Gong, lo constituyen un conjunto de creencias basadas en la verdad, la bondad y la tolerancia, acompañadas de una serie de ejercicios similares al taichi o al yoga que sus adeptos practican por las mañanas. Antes de que el Gobierno de China lo declarase ilegal en 1997, sus seguidores se cifraban en 70 millones. De ellos, unos 20.000 están prisioneros actualmente en campos forzados.


"No temí expresar en público los beneficios que produce la práctica del Falun Dafa y me detuvieron. No tuve ningún juicio".

"Aguanté todo lo que pude (...) pero me rendí el día que cinco policías me dieron descargas durante 30 minutos, después de atarme".

"El comunismo no permite otras ideologías. Se sienten amenazados y han llegado al extremo de acabar con la vida de 500 de mis compañeros a base de torturas".

"Acabaron con el budismo y el taoísmo, y ahora le toca a Falun Gong".

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