(Minghui.org) Tengo 54 años y soy practicante de Falun Gong, una disciplina espiritual que enseña a la gente a vivir según los principios de Verdad-Benevolencia-Tolerancia. Durante los últimos 18 años de la persecución a Falun Gong, he sido encarcelada en distintos centros de lavado de cerebro, campos de trabajo forzado y prisiones. Incluso ahora, debo permanecer lejos de mi hogar para evitar ser arrestada.

He conocido a mucha gente que sabe que la persecución es injusta y eligen posicionarse en el lado correcto. Son bondadosos con los practicantes a pesar de que la propaganda masiva del gobierno continúa difamando a la práctica. Estas personas apoyan, protegen y ayudan a los practicantes en diferentes situaciones. A continuación relataré algunas de estas historias.

Mis estudiantes me protegen de la policía

Solía enseñar en una escuela de primaria. Un día, en 2004, varios oficiales de policía se presentaron en la puerta de mi clase y me pidieron “contrastar algunos datos” conmigo. Me negué a hablar con ellos. Entonces, enviaron a otra profesora para intentar persuadirme y hacerme salir de clase. Le expliqué a mi colega que no había hecho nada malo y que no iba a permitirles interrumpir mi clase. Me advirtió susurrando que se proponían llevarme con ellos.

Todos mis estudiantes conocían la verdad sobre la persecución. Cuando se enteraron de que las autoridades planeaban trasladarme, se inquietaron y se enojaron. En cuanto se ofrecieron a protegerme de los policías, lloré. Decidí salir de la escuela más temprano aquel día. Docenas de estudiantes me acompañaron. Me rodearon y caminaron a mi lado hasta que salí de la escuela.

Tanto la policía como las autoridades escolares reunieron a mis estudiantes después de las clases para obligarles a revelar mi paradero. Mis chicos no tuvieron miedo, y simplemente les respondieron: “No lo sabemos”.

Cuando pasé por la escuela dos meses después, todos corrieron para saludarme. Parecía como si yo fuera algún familiar que no veían desde hacía mucho tiempo. Gritaban, reían y lloraban. Las chicas incluso se agarraban a mis manos para impedir que me marchara. Nunca olvidaré aquel día mientras viva.

Las reclusas desean lo mejor a Falun Gong

Fui encarcelada en un centro de detención en 2006, por haber hablado a mis estudiantes de Falun Gong. Una de las reclusas, a la que llamaremos Mizhen, había sido una empresaria de alto nivel. Era muy culta, bondadosa, y se llevaba bien con todo el mundo. El día que llegué, me dijo que tenía algunos artículos del fundador de Falun Gong, el Maestro Li Hongzhi, y sábanas y mantas para la cama. Me contó: “Otra practicante, antes de marcharse, me pidió que le entregara esto a la próxima practicante que llegara aquí”. Me alegré de poder leer artículos de Falun Gong. Mi mente se aclaró.

Todos los días, teníamos que trabajar intensamente para llegar a ensamblar muchos encendedores. Mizhen era muy rápida y a menudo hacía más de los que le pedían. Por lo que la recompensaban con comida y bebida. Siempre las compartía con todas, incluyendo a las practicantes. Le hablé sobre Falun Gong siempre que tenía ocasión.

Un día, hicimos muchos más encendedores de los que se nos requería, así que los guardias encargaron algunos platos preparados y cerveza para nosotras. Brindé con agua: “Espero que todas volvamos a casa pronto, sanas y salvas, y demos a conocer las enseñanzas de Falun Gong a nuestros familiares y amigos”. Mizhen me devolvió el brindis: “¡Deseo sinceramente que el buen nombre de Falun Gong sea restituido y la maldad eliminada!”. Todas reímos y aplaudimos.

Antes de abandonar el centro de detención, una joven dejó una nota en mi agenda: “Le deseo que alcance el éxito en su práctica”.

La aprobación de una reclusa

Me trasladaron a una cárcel de mujeres en 2007. La mayoría de las reclusas pertenecían a etnias minoritarias. Eran gente sencilla y bondadosa. Cuando regresaban de hacer gran cantidad de trabajo duro en el exterior, también tenían que realizar labores dentro de la celda. Siempre estaban exhaustas.

No me permitían salir de la celda porque me había negado a renunciar a Falun Gong. Decidí ayudarlas con las labores para que pudieran tener algún momento de reposo. Limpié cada rincón de la celda, y cuando volvían me encargaba de reunir y lavar los platos. Cada domingo, las ayudaba a escribir cartas a sus hogares, y les enseñaba los principios de Falun Gong, para que no los violaran en el futuro. Escuchaban complacidas lo que les contaba y acabaron comprendiendo que la persecución es injustificada. En una ocasión, una de las reclusas me oyó decir que era practicante de Falun Gong. Enseguida me hizo un gesto de aprobación levantando su pulgar y exclamó: “¡Falun Dafa es lo mejor!”.

Las dos reclusas que los guardias habían designado para vigilarme se comportaban de manera muy agradable también. En ningún momento me denunciaron, e incluso ayudaban a las demás practicantes cuando se encontraban en apuros.

La guardia de la prisión pide que se respeten mis derechos

En 2008, pedí ver a la guardia B con la excusa de hablarle de algo que me preocupaba. Nos reunimos a solas en su oficina, y después de conversar durante un rato, sentí que era una buena persona y que había recibido una buena educación. Empecé contándole como empecé a practicar y que la persecución era un error. Me escuchó cerca de hora y media, y entonces me pidió que me callara porque las demás guardias regresaba de la cena. Me estaba protegiendo. Después me enteré de que se había reunido con muchos practicantes y que ya conocía la verdad sobre la persecución. Nunca tomó partido en la persecución o sometió a vejaciones a ninguna practicante.

Las normas de la prisión no permitían que las practicantes compraran comida o realizaran llamadas telefónicas, si no renunciaban a su fe previamente. Durante el Año Nuevo Chino, las practicantes no podían conseguir comida adicional, pero el resto de reclusas podía comprar cuanto quisiera en el supermercado. Las guardias vigilaban y confiscarían cualquier alimento que compraran las practicantes.

Un día, una de las reclusas me transmitió un mensaje: “La guardia B me preguntó si quiere hacer una llamada telefónica”. Le respondí que por supuesto que sí. ¡No había hablado con mi familia desde hacía cuatro años!

Algunos días después, la guardia B me dijo que las demás guardias eran muy estrictas y que no iban a permitir que las practicantes compraran comida durante las fiestas: “Defenderé tus derechos”, afirmó. Al día siguiente me compró algunas cosas.

Muchos practicantes de Falun Gong, después de cumplir sus condenas, fueron enviados a centros de lavado de cerebro, donde continuaron torturándolos porque se negaban a abandonar la práctica. Poco antes de cumplir mi condena, la guardia B me dijo: “No regreses nunca a aquí, después de haberte marchado. Ya sabes lo que es esto”. Le di las gracias y le prometí que nunca regresaría.

El día que me liberaron, se presentó, aunque no era su obligación. Le pedí que camináramos juntas hasta la salida y accedió. Tomó mi bolsa, la llevó hasta la puerta y le pidió a una persona que me llevara. Esta persona preguntó: “¿Dónde la llevo?”, y prometió que me llevaría directamente a casa. Cuando nos despedimos, me dijo que era la mejor reclusa que jamás había pisado aquella prisión.